BLURADIODIGITAL:En un costado de una de las tribunas aún había una mancha de sangre. El estadio nacional –una cancha de equipo muy menor en América Latina- de Afganistán, en Kabul, había sido utilizado hasta hacía muy pocos días para “aleccionar” a las masas. En el entretiempo de los partidos, todos los sábados, entraban a la cancha dos o tres camionetas Toyota con milicianos talibanes.
Bajaban algunos prisioneros y uno de los jefes iba leyendo los “crímenes” cometidos por los reos. “Adulterio”, gritaba y a continuación venía la sentencia: “lapidación”. Ponían a la mujer de rodillas, siempre cubierta de pies a cabeza en su burka celeste oscuro, y comenzaban a arrojarle piedras. Cuando se desplomaba por las pedradas que recibía en la cabeza, pasaban al siguiente condenado. “Robo”, “corte de una mano”. Otra vez, el hombre de rodillas, sostenido por dos milicianos. De atrás aparecía otro hombre de larga barba con una espada y pegaba un golpe certero sobre el codo del antebrazo izquierdo. “Traición”, “muerte”. A este reo también lo hacían agachar y le disparaban con las kalashnikov.
El público estaba obligado a mirar. El que no lo hacía podía ir a parar al medio de la cancha y no precisamente para reforzar a su equipo. Quince minutos más tarde, los talibanes subían los cadáveres o lo que quedaba de ellos a las camionetas y se iban. Un momento después reaparecían los jugadores en la campo de juego y se largaba el segundo tiempo.